Con profundo respeto y admiración
visitamos el pintoresco pueblo de Colmenar Viejo, de la Comunidad de
Madrid, donde hace ya 29 años un torero fue muerto por un toro en la
arena caliente en el verano español.
El pueblo respira a toros, pues sus
alrededores se llenan de haciendas ganaderas de lidia. Por ello, la
misma entrada tiene como monumento un encierro completo de toros, hecho
en bronce de tamaño natural. Y es que Colmenar Viejo, pese a ser
pequeño, tiene mucha historia taurina. Su hijo torero “Serranito” fue
profeta en su tierra en 1969, cortando las orejas y rabos en una corrida
que hasta ahora la recuerdan los aficionados que vivieron esos
momentos. Asimismo, la muerte del Yiyo testificó la muerte de una figura
naciente que seguramente hubiera hecho época, por su toreo superlativo.
El matador de toros José Cubero, Yiyo,
toreaba el 30 de agosto de 1985 en Colmenar Viejo en sustitución de
Curro Romero, que no pudo asistir debido a una lesión que había sufrido
en Linares. Fue el sexto toro de la tarde, Burlero, el que corneó
gravísimamente al diestro, que murió casi instantáneamente. Yiyo le
había propinado ya al sexto toro una estocada, a la que había precedido
un pinchazo. Al salir del encuentro, el torero se dirigió sonriente al
estribo. La faena había sido muy completa y el público pedía,
unánimemente, las orejas para el diestro. En ese momento, el toro se
arrancó inesperadamente y levantó al torero del suelo por una pierna,
para volver a levantarlo cuando se hallaba caído en el suelo. Fue, en
ese momento cuando le metió el pitón por la axila izquierda y lo volvió a
levantar, manteniéndolo sujeto unos escalofriantes segundos. Yiyo cayó
de nuevo con trágica rigidez de muñeco y todos se dieron cuenta de que
la cogida era gravísima, pues el torero movió espasmódicamente sus
miembros y quedó inerte. El toro, seguidamente, rodó sin puntilla, como
consecuencia de la estocada.
El Pali, uno de los peones de la
cuadrilla, corría por el callejón junto a Yiyo, al que llevaban en
volandas a la enfermería, cuando le oyó decir sus últimas palabras:
“Pali, este toro me ha matado”.En esa angustiosa carrera por el
callejón, Yiyo llevaba los ojos vueltos y apagados y una fuerte
impresión recorrió los tendidos
La celeridad en el traslado, la actitud
del torero y las expresiones de sus compañeros parecían anunciar lo
peor.
Antoñete arrojó el capote con rabia y se
cubrió el rostro con la manos, y el matador de toros José Ortega Cano,
que presenciaba la corrida, se abrió paso entre el público del tendido y
se lanzó al callejón para correr detrás de los que transportaban a
Yiyo. . Tras unos segundos de estupor, los espectadores pidieron con
insistencia las dos orejas para el diestro, que el presidente concedió.
José Luis Palomar, que completaba la terna de matadores, se dirigió a la
enfermería llorando a lágrima viva. También iba llorando su cuadrilla, y
Antoñete, apesadumbrado, se incorporó a sus compañeros.
La enfermería fue rodeada inmediatamente
por numeroso público, que intercambiaba, nervioso y alterado, funestos
presagios con noticias esperanzadoras. “Ha muerto, ha muerto”, decían
algunos. “No, no, está muy grave, pero no ha muerto”, respondían otros.
Entre los que transmitían noticias optimistas se hallaba un hermano de
Antoñete, que aseguraba que Yiyo estaba muy grave, pero que no había
fallecido. El torero había entrado prácticamente muerto en la
enfermería, según el parte médico. El diario El País reseña estos
momentos aciagos. “En sus instalaciones el ambiente era de incredulidad
ante lo ocurrido y los íntimos del diestro se abrazaban llorando y
repetían, como sonámbulos, “no puede ser, no puede ser”. El padre del
diestro, que había presenciado la corrida, se encontraba materialmente
deshecho, así como sus hermanos. El periodista Antonio D. Olano trataba
de consolar a los familiares, sin poder evitar las lágrimas. Lloraba
inconsolable y se movía, aturdido, por entre los grupos que se arrumaban
en la puerta de la enfermería”. Y en el monumento al Yiyo, frente a las
Ventas, escribió “Murió un torero y nació un ángel”.
Yiyo había hecho una faena larga en el
tercero, sin terminar de acoplarse con él, pues el toro era un manso que
se iba suelto de las suertes. En el sexto, que embestía con casta, pero
con nobleza, hizo una faena muy completa, con algunos muletazos
espléndidos, aunque con la frialdad habitual en el infortunado torero.
Antoñete había dado la vuelta al ruedo
en su primero, tras una faena muy de su estilo. José Luis Palomar se
quitó de en medio al tercero, que estaba inválido, e hizo una faena
desigual en el quinto, del que se le concedió una oreja. El cadáver del
torero fue sacado de la enfermería en una ambulancia. En ese momento, el
gentío que aguardaba en los alrededores de la plaza ofreció una
emocionante ovación, como último adiós al diestro.