miércoles, 5 de enero de 2011

LOS TOROS Y LA LIBERTAD


LOS TOROS Y LA LIBERTAD
Francisco Febres Cordero

No fue el mío un alejamiento drástico, como el que exige, por ejemplo,
el cigarrillo. En determinado momento y por las más diversas
circunstancias, uno toma la decisión y deja de fumar. No va más. Lo
que sigue es sudor, tormento, desquiciamiento ante una decisión que
resultó impostergable.

Con los toros no me ocurrió así. Mi distanciamiento fue despacioso y
por etapas. Un día (que tenía que ser un día de diciembre,
necesariamente) decidí no ir a la corrida. ¿Y la entrada? Las entradas
nunca se pierden siempre hay alguien a mano que nos salva del trance
y, encima, queda muy agradecido. No fui esa vez, pero si fui otra. Tal
vez esa misma temporada o tal vez la del año siguiente. Llegué a la
plaza unas veces y otras no llegué.

Pero lo cierto es que, cuando llegaba, me sentía cada vez más extraño,
más incómodo, más fuera de sitio, para decirlo en términos taurinos.
Me molestaban el ambiente, la gente, ese esnobismo que reina en las
gradas, el humo de los puros que fuman los puristas, el jerez, el coño
(no el coño de nadie en particular, sino el que pronuncian los que
después de pronunciar cualquier palabra, pronuncian también ¡coño!).

Fui, pues, desentendiéndome de los toros. Me fui liberando y, como en
todo proceso de liberación, hubo una sensación de libertad casi
exultante. Pero también un sentimiento de dolor y de nostalgia. Hubo
un choque de estados anímicos. A veces, encendía la tele y ¡tac!
Pescaba, cerca de la medianoche Tendido Cero, y me quedaba viendo el
programa, entendiendo quizá menos de lo que podía haber entendido
antes de haberme cortado la coleta de aficionado. Ahora, ya no sabía
quién era tal o cual torero pero, al ver cómo toreaba, me emocionaba o
me cabreaba. O si no, de pronto, abría un libro y. Bueno, así le otra
biografía de Manolete y regresé a la infancia e hice el paseíllo junto
a mi hermano Rafael en el patio de nuestra casa de la Floresta y dejé
que él, mi hermano, fuera Manolete y yo Islero, a mucha deshonra.

La última vez que me invitaron a ver una corrida, dije que no. Que
gracias, pero no. Y después, cuando me invitaron a este mismo
restaurante  para almorzar, luego de la corrida a la que dije que no,
dije que peor; en la Casa de Damián –imaginé- se almorzará con las
zetas y ya no estoy en edad de soportar aquello, ¡joder, masho!.

Así pues, he llegado a esta provecta edad en que la salud (mental y
física) me ha obligado a romper con dos pasiones que en determinado
momento me marcaron: el cigarrillo y los toros. Del cigarrillo,
confieso que en alguna noche de trasnoche, he dado algunas pitadas. He
pecado, para al día siguiente mostrar mi contrición y, sobre todo, mi
propósito de enmienda. Y de los toros, reconozco que a veces, cuando
nadie me ve, en oscuras y en solitario, ensayo una verónica. O entro
al Internet y pongo en el Google Manolete. A veces, Manolete. Otras,
Dominguín. Otras, Paco Camino.

Pero sé, soy consciente que los toros, como los cigarrillos, están
ahí. Y yo puedo volver a fumar cuando me dé la gana, así como creo
tener el derecho de poder volver a los toros cuando me dé la gana. Lo
que no soporto, lo que no puedo imaginar sin estar al borde de la
alferecía es que alguien, cualquiera que sea, me prive de la
posibilidad de regresar a la plaza algún día, si es que, ¡qué carajo!,
me despierto con las ganas de hacerlo y siento que la sangre se me
espesa de tensión, de nervios.

No voy porque no quiero. Igual que no fumo, porque no me da la gana.
Pero si alguien proscribiera la venta de tabaco, yo me fabricaría a
escondidas los míos y, aunque hubiera dicho que no iba a volver a
fumar jamás, fumaría con las pitadas más hondas, más profundas, un
cigarrillo tras otro, aunque solo fuera por hacer un ejercicio de
libertad. Si alguien proscribiera los toros, viajaría de madrugada a
algún páramo y citaría a la muerte en una pelea que la sé perdida de
antemano, por el solo prurito de ejercer mi libertad a sentir miedo y
sentir arte y sentir bravura y sentir –también sentir- el regusto de
la gloria.

¡Que no se atrevan! ¡Que no se atrevan esos Torquemadas que nos tratan
de meter a todos en la cárcel de lo políticamente correcto, a decir
que se cierran las plazas que existen en casi todos los pueblos y
ciudades del país y que los toros quedan prohibidos! ¡Que no se
atrevan porque ese mismo instante me levantaré de mi sepulcro y
volveré a los toros! Y si ya no existen, me los inventaré. Y haré que
José María Plaza vuelva a vestirse de corto y con él marcharé a buscar
a los Chalupas perdidos para ver cómo él sigue dando esas verónicas de
belleza y cadencia insólitas, que yo jalearé desde el tendido como el
más necio, viejo, obsesivo aficionado que juro volver a ser si alguien
osa quitarme la posibilidad de, alguna vez regresar a ser espectador
de una corrida.LOS TOROS Y LA LIBERTAD
Francisco Febres Cordero
No fue el mío un alejamiento drástico, como el que exige, por ejemplo,
el cigarrillo. En determinado momento y por las más diversas
circunstancias, uno toma la decisión y deja de fumar. No va más. Lo
que sigue es sudor, tormento, desquiciamiento ante una decisión que
resultó impostergable.

Con los toros no me ocurrió así. Mi distanciamiento fue despacioso y
por etapas. Un día (que tenía que ser un día de diciembre,
necesariamente) decidí no ir a la corrida. ¿Y la entrada? Las entradas
nunca se pierden siempre hay alguien a mano que nos salva del trance
y, encima, queda muy agradecido. No fui esa vez, pero si fui otra. Tal
vez esa misma temporada o tal vez la del año siguiente. Llegué a la
plaza unas veces y otras no llegué.

Pero lo cierto es que, cuando llegaba, me sentía cada vez más extraño,
más incómodo, más fuera de sitio, para decirlo en términos taurinos.
Me molestaban el ambiente, la gente, ese esnobismo que reina en las
gradas, el humo de los puros que fuman los puristas, el jerez, el coño
(no el coño de nadie en particular, sino el que pronuncian los que
después de pronunciar cualquier palabra, pronuncian también ¡coño!).

Fui, pues, desentendiéndome de los toros. Me fui liberando y, como en
todo proceso de liberación, hubo una sensación de libertad casi
exultante. Pero también un sentimiento de dolor y de nostalgia. Hubo
un choque de estados anímicos. A veces, encendía la tele y ¡tac!
Pescaba, cerca de la medianoche Tendido Cero, y me quedaba viendo el
programa, entendiendo quizá menos de lo que podía haber entendido
antes de haberme cortado la coleta de aficionado. Ahora, ya no sabía
quién era tal o cual torero pero, al ver cómo toreaba, me emocionaba o
me cabreaba. O si no, de pronto, abría un libro y. Bueno, así le otra
biografía de Manolete y regresé a la infancia e hice el paseíllo junto
a mi hermano Rafael en el patio de nuestra casa de la Floresta y dejé
que él, mi hermano, fuera Manolete y yo Islero, a mucha deshonra.

La última vez que me invitaron a ver una corrida, dije que no. Que
gracias, pero no. Y después, cuando me invitaron a este mismo
restaurante  para almorzar, luego de la corrida a la que dije que no,
dije que peor; en la Casa de Damián –imaginé- se almorzará con las
zetas y ya no estoy en edad de soportar aquello, ¡joder, masho!.

Así pues, he llegado a esta provecta edad en que la salud (mental y
física) me ha obligado a romper con dos pasiones que en determinado
momento me marcaron: el cigarrillo y los toros. Del cigarrillo,
confieso que en alguna noche de trasnoche, he dado algunas pitadas. He
pecado, para al día siguiente mostrar mi contrición y, sobre todo, mi
propósito de enmienda. Y de los toros, reconozco que a veces, cuando
nadie me ve, en oscuras y en solitario, ensayo una verónica. O entro
al Internet y pongo en el Google Manolete. A veces, Manolete. Otras,
Dominguín. Otras, Paco Camino.

Pero sé, soy consciente que los toros, como los cigarrillos, están
ahí. Y yo puedo volver a fumar cuando me dé la gana, así como creo
tener el derecho de poder volver a los toros cuando me dé la gana. Lo
que no soporto, lo que no puedo imaginar sin estar al borde de la
alferecía es que alguien, cualquiera que sea, me prive de la
posibilidad de regresar a la plaza algún día, si es que, ¡qué carajo!,
me despierto con las ganas de hacerlo y siento que la sangre se me
espesa de tensión, de nervios.

No voy porque no quiero. Igual que no fumo, porque no me da la gana.
Pero si alguien proscribiera la venta de tabaco, yo me fabricaría a
escondidas los míos y, aunque hubiera dicho que no iba a volver a
fumar jamás, fumaría con las pitadas más hondas, más profundas, un
cigarrillo tras otro, aunque solo fuera por hacer un ejercicio de
libertad. Si alguien proscribiera los toros, viajaría de madrugada a
algún páramo y citaría a la muerte en una pelea que la sé perdida de
antemano, por el solo prurito de ejercer mi libertad a sentir miedo y
sentir arte y sentir bravura y sentir –también sentir- el regusto de
la gloria.

¡Que no se atrevan! ¡Que no se atrevan esos Torquemadas que nos tratan
de meter a todos en la cárcel de lo políticamente correcto, a decir
que se cierran las plazas que existen en casi todos los pueblos y
ciudades del país y que los toros quedan prohibidos! ¡Que no se
atrevan porque ese mismo instante me levantaré de mi sepulcro y
volveré a los toros! Y si ya no existen, me los inventaré. Y haré que
José María Plaza vuelva a vestirse de corto y con él marcharé a buscar
a los Chalupas perdidos para ver cómo él sigue dando esas verónicas de
belleza y cadencia insólitas, que yo jalearé desde el tendido como el
más necio, viejo, obsesivo aficionado que juro volver a ser si alguien
osa quitarme la posibilidad de, alguna vez regresar a ser espectador
de una corrida.